La calidad de un maestro
puede medirse por su capacidad
para estimular el potencial
y cualidades de sus alumnos,
a fin de que aflore y se desarrolle
lo mejor de cada uno.
Un maestro posee un inestimable
privilegio y una responsabilidad
considerable: tiene en sus manos
la oportunidad de sembrar
en sus pupilos la semilla del interés
y la pasión por el conocimiento
del mundo y por la consecución
de la excelencia personal.
El ser humano es la materia prima
más delicada, interesante, valiosa, variada
y, algunas veces, compleja,
con la que alguien pueda trabajar.
Y un buen maestro aprende
una lección inédita, única e irrepetible,
si está atento y sabe interpretar
el código personal de cada alumno.
A cambio, imprime una imborrable
huella en sus estudiantes e influye
positiva y permanentemente en ellos.
En el proceso enseñanza-aprendizaje,
en cualquier etapa de la educación,
se establece una relación singular
entre maestro y alumno,
la que puede ser estéril y desatinada
o fecunda y muy afortunada...
Un buen maestro no traduce
la prerrogativa de su cometido
en conductas prepotentes,
arrogantes y soberbias.
Es respetable y respetuoso;
dúctil, pero cauteloso;
abierto, pero prudente;
objetivo y humilde:
reconoce los méritos de sus
pupilos, y se regocija cuando
lo superan.
Un buen maestro se enriquece
y gratifica en mucha mayor proporción
-aunque tal recompensa
no sea de índole material-
respecto del tiempo y esfuerzo
que invierte en esta actividad.
Arca